Las crisis ponen a prueba las identidades de los actores internacionales y les exige redefinir sus roles en los asuntos regionales y mundiales. Para ello, estos buscan puntos de referencia en el pasado pero también otros a los que se pueda desafiar. Y, aun así, después de elegir cómo concebir su rol, deben negociarlo con otros. En 2018, se firma el acta de defunción de UNASUR con la suspensión de la participación de seis de sus estados miembros. Éstos justifican su decisión con la imposibilidad de lograr un acuerdo sobre quién debe ocupar la Secretaría General cuando el poder decisorio de esta instancia era mínimo. Pronto, los discursos justificativos incluyeron críticas “espejo” a las realizadas al gobierno venezolano: UNASUR era una tapadera de la dictadura, una institución ideologizada, burocratizada —pese a ser fuertemente intergubernamental— e inútil. Actualmente, estos discursos incluyen la propuesta de creación de una nueva organización regional llamada PROSUR que sirva de foro político, que atienda a las políticas públicas —al igual que UNASUR— pero circunscrita a una narrativa liberal con la triada democracia, derechos humanos y economía de mercado —no muy distinta a la del regionalismo abierto. Si los países impulsores de PROSUR ya disponen de la Alianza del Pacífico para fomentar una integración económica liberal y un Grupo de Lima para distinguirse de Venezuela ¿por qué buscan crear una nueva instancia que les hace caer en la paradoja de generar una organización ideologizada —ahora conservadora— pese a que fue lo que criticaron en UNASUR? En este trabajo se indaga esta pregunta con la idea de que el quiebre de UNASUR no responde a que fuera una iniciativa poco exitosa, sino que los nuevos gobiernos conservadores están redefiniendo sus identidades y sus roles regionales en momentos de crisis a diferentes niveles. Asimismo, PROSUR es sólo un espacio para poner a prueba los límites de los roles que consideran que pueden ejercer.