El concepto de «soberanía», entendido como voz política fundamental, guarda una relación estrecha con la noción de «territorio». Sin duda, al emplear el concepto, evocamos la primacía de un sujeto político capacitado para operar en régimen de autonomía sobre una demarcación espacial determinada. El dominio sobre un «territorio» puede asumirse, entonces, como la cláusula básica que posibilita la emergencia de un soberano. Relato tradicionalmente empleado para argumentar en favor de la estrecha vinculación que se describe entre el concepto aquí tratado y la figura del Estado. En esencia por cuanto, ostensiblemente, el Estado ha actuado como agente central en los procesos de segmentación, ordenación y estabilización del «territorio» que arregla el atlas político.

A este respecto, merece la pena traer a colación la disputa que, en la actualidad, tiene lugar entre los defensores de Internet como un «territorio autónomo» y aquellos que niegan esta premisa. La misma noción de «territorio», aplicada a este objeto, es factor suficiente para la controversia. Pero ésta se vuelve mucho más cruenta en el momento en el que se asume la estrecha ligazón que describe el concepto de «soberanía» respecto de aquel. Pensar Internet como «territorio» nos lleva, necesariamente, a interrogarnos acerca de la titularidad de la «soberanía» que se edifica sobre su geografía. A su efecto, la disyuntiva es clara. De una parte, los defensores de Internet como «territorio autónomo» arguyen una independencia constitutiva que se basta para legitimar una forma de gobierno basada en la colaboración entre instituciones no-estatales. De otra, los promotores de una «soberanía nacional» omnímoda, identifican que Internet no es más que una extensión espacial del «territorio» que arregla el atlas político. Dos visiones antagónicas que, en la medida en que movilizan un contenido diferencial en relación con los conceptos de «soberanía» y «territorio», merecen ser analizadas en profundidad.