En los últimos años se han sucedido las investigaciones sobre la denominada Primavera Árabe, centradas esencialmente en su capacidad para impulsar cambios políticos en regímenes predominantemente autoritarios. No obstante, se ha relegado a un segundo plano la relación entre la Primavera Árabe y la intensificación de la rivalidad entre las potencias regionales (en particular Arabia Saudí, Irán y Turquía), que compiten por la hegemonía en Oriente Medio. Tampoco se ha estudiado lo suficiente cómo el intervencionismo de dichas potencias ha contribuido al agravamiento de los conflictos regionales (Siria, Irak, Libia y Yemen) y han provocado un choque entre las diferentes familias del islam político (de orientación reformista, quietista, revolucionaria o yihadista). En esta nueva Guerra Fría no sólo intervienen actores estatales, como Arabia Saudí que pretende abanderar un bloque sunní que haga frente al expansionismo de Irán, sino también actores no estatales como el autoproclamado Estado Islámico o Al-Qaeda, dos fuerzas yihadistas transnacionales.

En la última década se han fortalecido las relaciones clientelares entre ciertos actores no estatales (como Hermanos Musulmanes, Hamás, Hezbollah, Huzies, Hashad Sha`bi, Al-Qaeda, Estado Islámico, etc.) con sus respectivos patrones (entre otros, Irán, Arabia Saudí, Turquía o Qatar). No se trata, como a menudo se presenta, de un enfrentamiento sunní-chií, sino más bien una fitna dentro del dar al-islam, ya que también hay choques entre países sunníes que compiten por la esponsorización de un islam político más o menos aperturista o rigorista. El vector religioso añade un componente especialmente delicado a la conflictividad regional, puesto que dificulta tanto la gestión como la resolución de los conflictos, puesto que la fe y las creencias no suelen ser objeto de negociación.