Pareciera que el vínculo entre política y corrupción es indisoluble permeando la cultura política y el servicio público como espacios naturales de acción en los distintos países del mundo, ya sean estos desarrollados o subdesarrollados, contexto del que México no puede abstraerse; sin embargo, este no es solo binomio perverso, es una triada, que se asienta en la reproducción y aceptación sistemática de actos de corrupción que no encuentran fin ante la cobertura la impunidad, que no es otra cosa que la clara evidencia de la incapacidad de los gobiernos y sus instituciones por detener el abuso de poder en todas sus manifestaciones.  En México si bien existían esfuerzos y normativas aisladas, fue irónicamente a partir del Gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018), que se inició una fuerte labor de cabildeo y acuerdos entre las tres principales fuerzas políticas de aquel momento (PRI, PAN y PRD), que se tradujeron en una serie de importantes Reformas Constitucionales que signaron 95 acuerdos, lo que se dio en llamar “Pacto por México”, entre ellas, la Reforma Anticorrupción con la creación del Sistema Nacional Anticorrupción, constituyéndose en la base para el surgimiento de una política pública de orden nacional que con el tiempo buscaría homogeneizar los procesos a nivel de los estados del país, con distintos resultados al día de hoy.