Más de diez años después del estallido de la “revolución del 25 de enero de 2011” que forzó la caída del entonces presidente Hosni Mubarak, el poder en Egipto está concentrado en manos del mariscal Abdel Fattah al-Sisi y de las omnipresentes Fuerzas Armadas. Tras el golpe de Estado de julio de 2013 liderado por al-Sisi, entonces ministro de Defensa, contra el presidente de la República elegido democráticamente, el islamista Mohamed Morsi, se puso en marcha un proceso de regresión autoritaria que ha ido acompañado de un aumento de las desigualdades en una economía a dos velocidades que perpetúa los contrastes sociales de un país cuya población ha superado los 100 millones de habitantes.

El estallido de la pandemia por COVID-19 en marzo de 2020 creó el contexto propicio para que regímenes autoritarios como el de al-Sisi afianzasen aún más el control sobre sus poblaciones. El presidente egipcio utilizó la pandemia para introducir enmiendas a la Ley de Emergencia que afianzaban el control del presidente y del Ejército sobre el poder judicial y la sociedad civil. Simultáneamente, el presidente tomaba la decisión política de canalizar el descontento y el enfado de la población por las medidas adoptadas para frenar la pandemia -cierre de lugares de trabajo, toques de queda, etc…- a través del primer ministro y de su gabinete, en un gesto que podría entenderse como una forma de evitar el desgaste de su gestión.

En el plano económico, el gobierno egipcio, de marcado perfil tecnócrata, ha contado con el respaldo de instituciones financieras internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), a través de la concesión de dos préstamos solicitados de urgencia en 2020 tras el estallido de la pandemia.

En esta comunicación se pretende analizar las consecuencias que, tanto a nivel político, con un mayor control sobre la población, como socioeconómico, con un creciente endeudamiento del país, ha tenido la gestión de la crisis del coronavirus por parte del régimen autoritario de al-Sisi.