XVI Congreso AECPA: Conferencia de clausura del profesor Josep M. Vallès: 'La Ciencia Politica que me interesa'
XVI CONGRESO DE LA ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE CIENCIA POLITICA
Universitat de Girona
09/09/2022
Conferencia de clausura
Josep M. Vallès (UAB)
LA CIENCIA POLITICA QUE ME INTERESA[1]
Cuando se me propuso intervenir en este acto de clausura del congreso, dudé en aceptar. Tenía claro que no podía hacer una contribución académica que tuviera algún valor después de unos cuantos años de inactividad profesional. Pero me ofrecía, en cambio, la oportunidad de reencontrarme con amigos y colegas durante la actividad más significativa de la Asociación y aquí en Girona.
Significativa, porque confirma la solidez de la Asociación que ha sido capaz de mantener los encuentros hasta llegar a este XVI Congreso, cada vez con mayor participación y diversidad de aportaciones. Para quienes contribuimos a sus primeros pasos es una gran satisfacción comprobar este progreso innegable. Treinta años de existencia han sido notablemente productivos y es de justicia aprovechar la ocasión para reconocerlo.
Resolví mis dudas y acepté la invitación. No para dar una conferencia sobre un asunto sobre el cual hubiera investigado, porque poca o ninguna investigación he hecho recientemente. Me siguen interesando mucho algunos temas centrales de la disciplina. Pero lo que yo podría aportar sería insignificante respecto de lo que ya se habrá trabajado y debatido en otros foros y en este mismo congreso.
Me limitaré, por tanto, a exponer unas reflexiones personales que -en su misma generalidad- pueden encajar en el título también generalista de este XVI Congreso: “La ciencia política ante los nuevos retos globales”. Las he condensado en un interrogante: QUÉ ME INTERESA HOY DE LA CIENCIA POLÍTICA. Digo “lo que a mí me interesa”, para dejar claro que será una opinión personal, perfectamente discutible. Intentaré formularla de forma resumida y sin demasiadas citas porque no quiero abusar de la atención de los congresistas supervivientes a estas alturas de sus trabajos y sesiones.
Para ello, me referiré en primer lugar al origen de mi inclinación al análisis de la política. En segundo lugar, señalaré las características de la ciencia política que me interesa. Finalmente, intentaré exponer en qué medida se dan dichas características en la ciencia política española y por qué se hacen todavía más necesarias en el contexto actual.
En primer lugar, ¿de dónde procede mi interés por el análisis de la política? La respuesta se encuentra en una vivencia personal. Por tradición familiar, mi formación universitaria se inició en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, sin motivación ni vocación especial por la cosa jurídica. Cursé mi licenciatura en los cinco años que van de 1957 a 1962. Durante estos años, tuvieron lugar dos procesos de transformación política -uno exterior, otro interior- que dos profesores de la Facultad exponían con detalle y que despertaron mi atención hacia las cuestiones políticas.
El proceso exterior era la crisis final de la IV República francesa que -desgastada por la guerra de Argelia- fue liquidada por el golpe parlamentario del general De Gaulle y formalizada mediante la elaboración de la constitución presidencialista de 1958. Con ella nacía la V República francesa. Manuel Jiménez de Parga, un brillante granadino veinteañero, fue nuestro joven catedrático del entonces denominado Derecho Político. Dedicó mucha atención a la situación francesa. Consideraba que el origen de los poderes presidenciales del general De Gaulle y del proceso constituyente que los legitimaba no aseguraban su control democrático e incurrían en el riesgo de acabar en una dictadura constitucional. A partir de esta visión desfavorable del gaullismo, Jiménez de Parga se permitía alusiones críticas más o menos explícitas al régimen franquista que eran recibidas con la complicidad alborozada de algunos estudiantes y con la sorpresa inquieta de otros.
El segundo episodio era menos espectacular que este tránsito de la IV a la V República francesa, pero iba a tener notable trascendencia para la sociedad española. Durante estos mismos años, entre 1956 y 1958, el gobierno de Franco aprobó tres leyes modernizadoras de la administración española: sobre la jurisdicción contenciosa, sobre el procedimiento administrativo y sobre el régimen jurídico de la administración pública. Son tres textos legales que -por su calidad técnica- estuvieron vigentes incluso después de la Constitución de 1978 hasta que fueron revisados. Eran disposiciones que introducían ciertos controles sobre los poderes públicos y reducían el margen de arbitrariedad y discrecionalidad que tenía la autoridad administrativa del franquismo, no solo por su origen dictatorial, sino también por el peso de una tradición estatal con poderes públicos poco responsables. La frase atribuida a Romanones, ministro liberal de la Monarquía, lo reflejaba muy crudamente: “Hagan ustedes la ley que yo haré el reglamento desde el ministerio”.
Estas tres leyes -impulsadas desde la secretaría general de la Presidencia del gobierno por el administrativista López-Rodó y elaboradas por algunos de sus jóvenes colegas- establecían las bases de una seguridad jurídica mínima, necesaria para obtener la ayuda internacional que posibilitó las medidas económicas e inversoras del llamado plan de estabilización de 1959, los planes de desarrollo económico-social entre 1960 y 1970 -con tasas de crecimiento del 7 % anual, de magnitud “china”- y la progresiva integración de la economía española en el capitalismo occidental, dando lugar al tránsito del franquismo autárquico de la postguerra al franquismo tecnocrático del desarrollismo.
Así, mientras Jiménez de Parga nos hacía ver la tensión entre poder político y control democrático en Francia, Manuel Ballbé – nuestro joven catedrático de Derecho Administrativo- nos describía también esta tensión entre autoridad administrativa y derechos de la ciudadanía en una operación reformista de la que él había sido protagonista en la sombra como principal redactor de los proyectos legislativos que he citado. Sin la retórica brillante de Jiménez de Parga, la sobria capacidad analítica de Ballbé nos hacía ver lo que había en aquellos áridos textos legales de “lucha contra las inmunidades del poder”, para utilizar la celebrada fórmula empleada por García de Enterría en una conferencia que en 1962 organizamos los estudiantes de la facultad en homenaje a Ballbé, fallecido prematuramente unos meses antes. Con este mismo título, publicó Enterría una monografía que figura entre los clásicos del derecho administrativo español.
¿A qué viene -pueden preguntarse- este anecdotario? Intento hacer ver que la ciencia política que me importa y me interesa es la que nace de una determinada vivencia personal y gira en torno de las preguntas sobre las condiciones del poder democrático, sobre los objetivos de su ejercicio y sobre la necesidad de controlar su ejercicio y rendimiento.
Al denunciar los riesgos de un poder político incontrolado en la Francia de De Gaulle o al impulsar unos primeros intentos para embridarlo en la España de Franco, aquellos profesores despertaron mi curiosidad y mi interés por una disciplina -la ciencia política- que pudiera dar a aquellas preocupaciones una respuesta más completa que la jurídica. De ahí mi inclinación hacia nuestra disciplina.
De esta inclinación nació una dedicación profesional. Llegado al final de esta carrera profesional, puedo afirmar que me siguen interesando los caminos abiertos por la disciplina, especialmente cuando sus trabajos reúnan determinadas condiciones. Las han apuntado diferentes autores y las he resumido y reformulado en cuatro características que expongo a continuación.
- Me interesa, en primer lugar, una ciencia política que se ocupa de cuestiones con relevancia social, que aborda fenómenos cuya evolución puede comportar un importante beneficio o, por el contrario, puede acarrear o está acarreando un daño grave a la comunidad. Tanto mejor si la selección de las cuestiones tratadas nace del diálogo con el entorno social que las reclama, sin descartar que la perspicacia del observador de la realidad sociopolítica pueda identificarlas por su cuenta.
- En segundo lugar, me interesa la ciencia política que -en el momento en que se aplica al análisis de una cuestión- no desdeña el conocimiento que le facilitan otras disciplinas: la historia, la economía, la sociología, la psicología social, el derecho, etc. Que echa mano de ellas y no lo disimula, porque siente que hacerlo no va en detrimento de su prestigio, sino en beneficio de un mejor conocimiento de la realidad social. Una visión autárquica de la ciencia política que pudo ser una estrategia defensiva para reivindicar un perfil singular y un reconocimiento particular entre las ciencias sociales tiene ahora muy poco sentido.
- Me interesa, en tercer lugar, una ciencia política que no se queda en el diagnóstico, sino que se arriesga a definir caminos para la regulación de los conflictos y problemas que analiza. Y lo hace a partir de lo que le sugiere la observación concienzuda de los datos y lo que le dictan sus convicciones sociales y morales. Sin precipitaciones frívolas, ni pretensiones de fabricar fórmulas mágicas, creo que la ciencia política debe suministrar alternativas que luego serán sometidas al debate ciudadano y al de sus representantes. Creo que -a estas alturas- podemos sentirnos bastante lejos de la fórmula de la “ciencia libre de valores”, con apariencia de neutralidad. Porque entiendo que tanto compromete una recomendación expresa como una inhibición. Por acción o por omisión, las ciencias sociales asumen una responsabilidad pública en sus intervenciones, por técnicas o neutras que aparezcan o quieran presentarse. Porque son las ciencias sociales -y entre ellas, la ciencia política- las que definen (con sus categorías y sus datos) los términos del debate público y permiten valorar los resultados de la acción política.
- Me interesa, finalmente, una ciencia política que se expresa de manera inteligible, poniendo al alcance de la opinión pública el resultado significativo de sus reflexiones y de sus trabajos de investigación. Lo cual implica -como se ha escrito- un esfuerzo adicional de “traducción” (Flyjnders), haciéndola asequible a diferentes públicos: responsables políticos y administrativos, movimientos y organizaciones sociales, medios de comunicación y ciudadanos de a pie. Lo que me interesa menos o muy poco -y quizá por decadencia personal- es la producción de una ciencia política que parece destinada exclusivamente a los colegas más iniciados, revestida de un lenguaje esotérico como si ello le diera un mayor prestigio. Entiendo que la ciencia política que importa no pierde prestigio cuando sabe hacerse comprensible para audiencias amplias a las que se debe por responsabilidad social, porque de ellas recibe generalmente los recursos públicos que utiliza.
En resumen, estas son las cuatro características de una ciencia política que puede interesarme: relevancia social en la temática, apertura multidisciplinar, compromiso en la resolución del problema y formulación inteligible. No siempre se podrán combinar estas características en grado optimo. Pero en ningún caso las ignorará o las perderá de vista si quiere obtener resultados con utilidad social, obteniendo con ello un grado de legitimación pública semejante al recibido por otras disciplinas cuando aportan conocimientos sobre genómica o sobre electrónica.
¿En qué medida reúne estas condiciones la ciencia política que se hace actualmente en España? Pienso que de manera creciente. Ha ido implicándose en los conflictos centrales de la agenda política, con frecuencia ha apuntado alternativas para la regulación de dichos conflictos y se ha hecho oír en ámbitos de discusión pública y de asesoramiento institucional, más allá del entorno estrictamente académico. Así puede constatarse en un repaso rápido a las ponencias de los últimos congresos, a los artículos de la RECP o a la presencia de nuestros profesionales en los medios de comunicación y en las redes sociales.
Esta presencia puede detectarse incluso en el lenguaje del mundo político y periodístico que utiliza ahora con soltura términos que hace veinte años solo formaban parte del vocabulario académico de la ciencia política. Por ejemplo, “política pública”, “evaluación” o “gobernanza”. De manera lateral, puede ser también un indicador de esta penetración la mayor presencia de personas con formación politológica en cargos institucionales y en las administraciones públicas. Repasar la evolución de esta presencia en las últimas décadas debería ser objeto de investigación.
Con todo lo dicho, ¿puede afirmarse que se ha avanzado de modo suficiente en cuanto a la relevancia social de la ciencia política? Nunca hay un suficiente cuando las ambiciones son grandes. Hay, pues, camino por recorrer. Me permito algunas sugerencias.
En primer lugar, en cuanto a los objetos de estudio creo advertir una presencia demasiado escueta de la ciencia política española en el tratamiento de algunas cuestiones centrales del debate político. Me refiero, por ejemplo, al análisis de la política tributaria, al régimen de las pensiones públicas o a la política de vivienda. ¿Qué actores intervienen en las decisiones que las orientan? ¿A qué responden sus respectivos proyectos en estas materias social y políticamente tan sensibles? ¿Con qué estrategias los defienden y con qué argumentos los sostienen?
Echo también de menos el análisis politológico del sistema judicial, una pieza esencial del régimen democrático y un factor importante del desgaste de su legitimidad. Conocer mejor el origen y el papel efectivo de sus actores -y no solo de los jueces, sino también de otras corporaciones representativas de los llamados “operadores jurídicos”-, de sus estrategias e intereses facilitaría la necesaria y muy difícil reforma que la institución tiene pendiente en España desde el momento mismo de la “transición democrática” de 1978.
Algunos pueden pensar que se trata de cuestiones reservadas a los economistas, a los sociólogos o a los juristas. No lo creo y así lo demuestra la ciencia política de otros países que se ha ocupado de estas materias con el mismo espíritu explorador con que otros científicos sociales -economistas, sociólogos o psicólogos sociales - suelen invadir objetos de estudio que parecieran propios de la ciencia política.
También hay trecho para avanzar en la manera de trasladar a la opinión lo que ya está haciendo la ciencia política en este país. Hay iniciativas valiosas en esta dirección por parte de algunos colegas: se han comentado en una sesión de debate que aparece en el programa del congreso. Me refiero a colaboraciones en prensa o a iniciativas como Agenda Pública o Piedras de Papel. Pero me gustaría comprobar un mayor empeño por comunicar en lenguaje asequible y en formato algo más elaborado que el estrictamente periodístico. Una experiencia personal. Hasta hace unos meses, me he ocupado de la dirección de la colección de libros del CEPC dedicada a la ciencia política, con la ayuda cualificada de otros compañeros. Nos ha sido muy difícil encontrar originales que no fueran tesis doctorales donde suelen predominar un exceso de páginas, la profusión de citas y notas muchas veces innecesarias y un vocabulario esotérico incluso para un público ilustrado que no sea el estrictamente académico. Nos ha costado encontrar textos capaces de presentar el resultado del trabajo académico en el estilo ensayístico que utilizan los politólogos de otros países para difundir sus trabajos de investigación. Lo cual hace atractiva su lectura, favorece su conocimiento y facilita su efecto sobre la opinión pública. Algunos colegas lo han conseguido con sus textos. Pero deberían ser más abundantes para que las aportaciones de la ciencia política de calidad consigan una difusión que beneficie la calidad del debate político.
Sin embargo, pese a estas objeciones y echando la vista atrás, es posible registrar avances positivos en cada una de las cuatro condiciones o características que le he exigido a una ciencia política interesante. ¿Puedo darme por satisfecho al verificar el desarrollo de una disciplina que tuvo en España una institucionalización más tardía que otros países europeos? ¿Es suficiente mantener una estrategia de continuidad y perseverancia? Me temo que -dadas las circunstancias actuales- no lo es.
Porque nadie ignora las sorpresas inesperadas de este siglo XXI, del que ya hemos recorrido casi una cuarta parte. Han suscitado y suscitan retos políticos e intelectuales de mayor cuantía. Todos somos conscientes de ello y lo expresa el lema de este congreso cuando se refiere a los retos globales que la ciencia política -junto con las demás ciencias sociales- debe abordar. No voy a enumerar, por tanto, una serie de interrogantes que habrán sido tratados con competencia en los diferentes grupos de trabajo del Congreso.
Me limitaré -en el último apartado de esta intervención- a poner el foco sobre uno de ellos. En concreto, sobre la incertidumbre que planea sobre las perspectivas futuras de la democracia, tanto allí donde ha venido funcionando mal que bien, como allí donde sigue siendo una expectativa más o menos lejana.
En la literatura especializada, no son pocos los pronósticos pesimistas de la disciplina sobre aquellas perspectivas. A veces parece como si quisiera curarse en salud, formulando advertencias y disparando las alarmas después de haber sido criticada por no haber pronosticado cambios que se han producido en nuestro pasado reciente: la caída del muro de Berlín, la desintegración de la URSS y su evolución ulterior, la irrupción del terrorismo integrista, el resurgir de los nacionalismos o el estallido de un conflicto bélico en Europa. Hay indicios para justificar estos augurios negativos. Puede alegarse la existencia de señales contrarias: en países de África y de América Latina ha aumentado el número de sustituciones en el gobierno mediante el recurso electoral, aunque sabemos que el recambio electoral es indicador necesario, pero no suficiente para acreditar la condición democrática de un sistema político.
En muchos países, sin embargo, se percibe el deterioro de indicadores esenciales de calidad de democrática. En algunos casos, llegan a expresar una desnaturalización de la misma democracia, convirtiéndola en un sucedáneo deforme, tal como comprobamos en las llamadas “democracias iliberales” o en los “regímenes híbridos”.
Una de las señales más preocupantes de este deterioro es el desgaste de la legitimidad democrática entre la opinión pública. Así se refleja en los registros de dos indicadores significativos: el crecimiento de la insatisfacción por el funcionamiento de la democracia y el aumento de la indiferencia ante la posibilidad de su sustitución por un sistema autoritario. Más grave es todavía el fenómeno cuando expresa un estado de opinión entre las generaciones jóvenes en el momento en que empiezan a asumir un papel más activo en la sociedad.
Sabemos, por lo demás, que las conquistas democráticas no son irreversibles. La historia nos dice que no ha costado mucho liquidar los resultados de la larga lucha por conseguir formas de gobierno capaces de conciliar la existencia de una autoridad efectiva y eficiente con el permanente control ciudadano sobre su ejercicio. “Democratic governance is always a fragile enterprise”, escribió Elinor Ostrom.
En estos momentos, por tanto, ¿qué papel puede corresponderle a la ciencia política? Hace ochenta años, Harold Lasswell, uno de los fundadores de la disciplina en su versión contemporánea- escribió: “la ciencia política es la ciencia de la democracia” (1941). Es cierto que su afirmación daba por supuesta cierta noción de democracia, no del todo compartida. Pero reabrió al mismo tiempo un debate nunca del todo cerrado entre los partidarios de dos versiones contrapuestas del científico social: la versión “monástica” y la versión “heroica” (Farr, Hacker y Kazee).
La versión “monástica” entiende al científico social como generador de nuevos conocimientos, alejado de la refriega política y social, con una producción académica no contaminada por sus propios sesgos morales o políticos. La versión “heroica” lo contempla, en cambio, como el militante comprometido en la resolución de los conflictos colectivos, a partir de las herramientas que le facilitan sus técnicas de análisis y sus convicciones sociales y políticas. Estas dos caricaturas constituyen tipos ideales a lo Max Weber. Pero hay que reconocer que nos señalan los polos extremos del perfil posible de un científico social que se mueve generalmente en zonas intermedias, más o menos ambiguas.
Por mi parte, entiendo que el científico de la política no la estudia únicamente para entenderla, sino para ampliar las bases que permitan una decisión política bien informada por parte de quienes deben adoptarla, sea la propia ciudadanía, sean sus representantes. Con este objetivo, la ciencia política debe acumular conocimiento que sirva para sostener la vida democrática antes que para destruirla (Ostrom).
Es lo que Gerry Stoker ha calificado como una “solution-seeking political science”. Para serlo, está obligada a moverse en tres instancias: la de los criterios de valor, la de la observación analítica de las situaciones y la de la sabiduría práctica (episteme) que avanza propuestas de intervención. Con esta visión, no se está proponiendo un sistema de poder tecnocrático en el que los politólogos asuman un papel de elite dirigente. Pero sí les hace responsables de explorar y ofrecer a la comunidad en que viven propuestas de acción que puedan beneficiarla. Lo harán -como he dicho- partiendo de su competencia técnica, pero también de sus convicciones morales, porque -como señaló Hirschman- todo científico social es ya un “moralista inconsciente” cuando selecciona y elabora sus temas.
Esta misión –“heroica” o comprometida de la ciencia política y de sus profesionales- siempre ha resultado ser una misión ardua y arriesgada -recordemos a Platón y Aristóteles exiliados como consecuencia de su labor como consejeros políticos-. Pero quizá es mucho más arriesgada en el presente momento histórico, cuando se trata de contribuir a la preservación y fortalecimiento del gobierno democrático en las complejas condiciones ambientales, económicas, tecnológicas y sociales del sistema mundial de este segundo milenio.
Tres fenómenos globales han sido identificados como grandes obstáculos que se interponen en la tarea de reconstruir y consolidar los sistemas democráticos de gobierno (Mounk). En primer lugar, el frenazo -cuando no la clara regresión- en la disminución de la desigualdad socioeconómica. No se atenúa, sino que intensifica, sin que se perciban por ahora expectativas positivas de un crecimiento realmente sostenible que permita rectificar la dinámica actual.
En segundo lugar, la creciente diversidad interna de las comunidades como efecto de las grandes migraciones impulsadas por las mayores facilidades en la comunicación y la movilidad. Ante la constatación de esta diversidad, se agudizan las actitudes defensivas y discriminatorias frente a la presunta amenaza que se imputa al diferente, en detrimento de aquella igualdad de derechos entre ciudadanos que está en la base del correcto funcionamiento de las instituciones democráticas.
En tercer y último lugar, la irrupción de las redes sociales. Esta irrupción ha significado un cambio cualitativo en la dinámica política porque incide de lleno sobre la “conversación pública” que debería estimular la argumentación democrática. Se esperaba de esta irrupción una mayor democratización de aquella conversación, haciéndola más abierta y eliminando barreras. Sin embargo, asistimos a un proceso de concentración oligopolística de estos instrumentos en favor de grandes empresas y poderes políticos opacos. Con gran capacidad para condicionar actitudes y opiniones, orientando el resultado de los debates en medida muy superior a la de los medios tradicionales.
De todo ello concluyo que la ciencia política que puede despertar mi interés es la que se ocupa justamente de las políticas dedicadas a contrarrestar las tendencias negativas que acabo de señalar, proponiéndose tres objetivos: combatir todo tipo de desigualdades, fomentar la cohesión de comunidades con identidades diversas y, finalmente, configurar espacios para una comunicación social abierta, veraz y responsable.
Será una ciencia política que experimentará tensiones entre lo posible y lo deseable. Son las tensiones que observamos en la obra de los grandes clásicos que quisieron combinar el análisis con la propuesta: Aristóteles, Maquiavelo, Montesquieu o Marx, entre los antiguos. O Bobbio, Ostrom o Dahl, entre los clásicos contemporáneos. A su manera, todos ellos intentaron avanzar en una doble dirección: interpretar mejor lo existente y, al mismo tiempo, contribuir a su transformación. Es lo que le corresponde ahora de nuevo a una ciencia política “interesante”, enfrentada a la amenaza innegable que se cierne sobre el proyecto democrático.
Concluyo con una cita extensa de A. O. Hirschman (1980) en la que expresaba -mejor de lo que yo pueda hacerlo - esta ambición por hacer posible una ciencia social que satisfaga a la vez una exigencia de rigor analítico y una apuesta necesaria por el progreso moral y social. Se trata -afirmaba Hirschman- de ir construyendo una ciencia social
“en la que las consideraciones morales no se reprimen ni se mantienen separadas, sino que se mezclan sistemáticamente con argumentos analíticos, sin sentimientos de culpa por la falta de integración; donde el tránsito de la exhortación a la comprobación y viceversa se realiza con frecuencia y facilidad; y donde las consideraciones morales ya no necesitan introducirse de contrabando de forma subrepticia, ni expresarse inconscientemente, sino que se muestran abierta y desarmadamente. Tal sería mi sueño de una “ciencia social para nuestros nietos”.
Adapto esta cita de Hirschman a mi conveniencia, diciendo para terminar que -ajustándose a las mismas condiciones- se haría realidad mi sueño de lo que debiera ser una “ciencia política para mis nietos académicos”. Muchas gracias.
ALGUNAS REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Burawoy, M. (2005),. ‘For Public Sociology’. In American Sociological Review, 70, 4–28.
|
Farr, J.- Hacker, J.S.-Kazee, N. (2006).- The Policy Scientist of Democracy: The Discipline of Harold D. Lasswell. In American Political Science Review, vol. 100 (4). Pp. 579-587
|
Flyvbjerg, B.- Landman, T.- Schram, S. (2012).- Real social science : applied phronesis. Cambridge. Cambridge U.P.
|
Hirschman, A.O. (1980).- Morality and the Social Sciences. A Durable Tension. In Adelman, J. (ed.) (2013).- . The Essential Hirschman. Pp. 331-344. Princeton and Oxford. Princeton University Press
|
Flinders, M. (2013).- The Tyranny of Relevance and the Art of Translation. In Political Studies Review, 11(2)
|
John, P. (2013).- Political Science, Impact and Evidence. In Political Studies Review: 2013, 11(2)
|
Peters, G., Pierre, J. and Stoker, G. (eds.) (2013).- The Relevance of Political Science. Basingstoke: Macmillan
|
Schram, S.- Flyvbjerg, B.- Lamond, T. Political Political Science: A Phronetic Approach. New Political Science, 2013 Vol. 35, No. 3, 359–372
|
Schram, S.F.- Caterino, B. (ed.) (2006) Making Political Science Matter. New York, NYU Press
|
Ostrom, E. (2002).- Some Thoughts about Shaking Things up: Future Directions in Political Science. In PS: Political Science and Politics, Vol. 35, No. 2, pp. 191-192
|
Stoker, G.- Guy Peters, B.- Pierre, J. (eds.) (2015).- The Relevance of Political Science. London. Palgrave.
|
Vallès, J.M. (2020).- ¿Para qué servimos los politólogos? Madrid. Los Libros de la Catarata.
|
Wallerstein, I. (1996).- Open the Social Sciences. Report of the Gulbenkian Commission on the Reestructuring of the Social Sciences. Stanford, CA. Stanford U.P.
|
Wright Mills, C. (2000 [1959]).- The Sociological Imagination. London: Penguin.
|
[1] Esta es la versión editada de mi intervención en la sesión de clausura del XVI Congreso de la AECPA (Girona, 9 de setiembre de 2022). He añadido una lista de referencias bibliográficas que me han sido útiles para su preparación.