Como consecuencia de la pandemia, se han confirmado todos los temores del sector de la defensa: por un lado, el Fondo Europeo de Defensa –por el que tanto se ha trabajado operativa y económicamente para que saliese adelante en estos años anteriores– sólo obtiene unos 7.000 millones euros del presupuesto original de 13.000 millones para el periodo 2021-2027. Por otro lado, no se ha logrado la tan deseada autonomía estratégica en defensa europea, sobre todo en relación con la OTAN.

Así pues, la PCSD se enfrenta a un reajuste en los objetivos, criterios y requisitos estratégicos para conceder los pocos –en comparación a lo teorizado en un primer momento– recursos a los proyectos más trascendentales a nivel industrial, tecnológico y operativo europeo.

Esto es así porque el contexto pandémico ha puesto sobre la mesa la necesidad de una reorientación de las prioridades en la agenda pública de la política de seguridad y defensa europea. Y es que no deja de ser cierto que, actualmente, existen desafíos globales que amenazan la seguridad y la paz mundial que poco tienen que ver con la típica obtención de armamento o con el tradicional perfeccionamiento de entrenamientos y equipamientos bélicos.

Quizá sea el momento de pararse a estudiar si hubiera que dedicar un mayor gasto del presupuesto de defensa a estrategias de prevención contra enemigos biológicos comunes, como con el que nos hemos encontrado. El debate se encuentra en que, tal como se está evidenciando también, el espectro estratégico mundial está siendo mucho más incierto y peligroso que antes de la pandemia, en lo referente al terrorismo, la situación en Afganistán e Iraq o la tensión con Rusia, por ejemplo. Por tanto, puede ser que la necesidad de inversión en el sector militar no considere oportuno pasar a ser menos prioritaria que otras más novedosas.