Si el término “Teoría Crítica” pretende cobijar al amplísimo espectro que va desde el posestructuralismo hasta las diversas generaciones de la Escuela de Frankfurt pasando por los varios Neomarxismos, corre el peligro de convertirse en una etiqueta vacía: el refranero es explícito con respecto a lo que sucede a quien mucho abarca.

¿Cómo puede evitarse la degeneración del término “crítica” en mero kitsch, en un perezoso sanbenito que cabría colgar a todo aquel que pueda ubicarse a la izquierda de Pangloss? Creo que cualquier respuesta coherente a esta pregunta pasa por establecer una auténtica línea divisoria, un punto donde la incompatibilidad real entre los diferentes tipos de “crítica” no sea oscurecida por la semejanza superficial o el común rechazo a las “patologías de la Modernidad”. Y la apuesta de este artículo es que Hegel es un candidato ideal para este puesto.

La dialéctica hegeliana es el trabajo de lo negativo. Hegel inaugura un modelo de crítica que aspira a extraer sus recursos de la actualidad misma (la célebre “inmanencia”), y desiste por tanto de construir castillos en el aire o confrontar el mundo con demandas arbitrarias, surgidas de la mente del filósofo. En su insistencia de que la correcta exposición de una categoría o forma del entendimiento ya contiene su crítica, Hegel constituye una vía intermedia entre el formalismo kantiano y la identificación genealógica entre razón y dominio, entre el optimismo ilustrado y el pesimismo posmoderno, entre el positivismo más romo y los cantos de sirena del mesianismo.

El artículo se dividirá en dos apartados. Mientras que el primero analizará el papel que “el trabajo de lo negativo” cumple en la obra del alemán, el segunda examinará el rol de Hegel (de la dialéctica, en definitiva) como elemento de división, permitiéndonos establecer una serie de demarcaciones dentro del amplio espectro del “pensamiento crítico” contemporáneo y destacar las limitaciones de algunos de sus más renombrados exponentes.